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Fútbol

09-02-2018

Destellos hacia el templo

En las previa de un nuevo clásico platense, palpitamos el partido con un cuento imperdible sobre el sentir tripero, en la antesala del encuentro que todos quieren ganar. El Lobo, su gente y el Bosque: el combo más lindo del mundo. RELATO TRIPERO


Su día no era más que mirar el reloj. La noche anterior no había podido dormir, por lo que esa mañana se vio obligado a cambiar mate por café. “Son sólo unas horas nomás...me pongo a mirar algo en la tele y seguro el tiempo pasa rapidísimo”, pensó. Pero hiciera lo que hiciera con sus pensamientos, sabía que estaba mintiéndose. Apenas podía parar de observar esas agujas negras que cuchicheaban solas en la cocina. Sus voces no se distinguían desde lejos y, si se acercaba, callaban repentinamente; lo peor consistía en que siempre parecían mentirle. Tenía la impresión de que, en lugar de avanzar, retrocedían lo máximo posible.

Aprovechó la sombra de su parra para sentarse en la reposera. Giró el dial y miró hacia arriba. Suspiraba, cerraba los ojos, ya no sabía que pensar. Y eso que había pensado mucho. Para él tenía que jugar Bolívar. Alguien tenía que ayudar a Fito en ese tráfico de la línea divisoria. Los clásicos generalmente son partidos trabados en la mitad de la cancha, con más pierna fuerte que buen juego. Por eso consideraba necesario una especie de rueda de auxilio allí, pues no había que dar ningún espacio al error. Ni tampoco habría que descansar únicamente en las piernas del icónico cinco. No obstante, además de lo meramente futbolístico, la ansiedad continuaba latente en su pecho. Quería ganar, ya no quería otra cosa, y sobre todo contra ellos. Había perdido años atrás ese gustito del mal llamado buen juego. Mientras los once pusieran todo dentro de la cancha no tenía razón para rezongar. Y si lo hacía no tenía a nadie que lo escuche, ya su esposa estaba cansada de escucharlo decir siempre lo mismo. Ni mencionar a sus hijos, que, resignados, atendían la ferretería a cara larga con la esperanza de llegar a horario al partido. Por esa razón estaba allí, solo, imaginándose una horda de goles albiazules. Gritaba, con la garganta llena, pero con la voz vacía. Le sucedía muchas veces que creía transportarse allí. Hacia aquel justo momento, en aquel lugar tan preciado. Hacia el templo.

De repente se encontró en la puerta de su casa charlando con Carlos, eterno fanático de los primos. “Espero que sea un clásico en paz y que…” creyó haberle escuchado. Pues su voz iba desvaneciéndose. Verdaderamente no lo escuchaba, ni siquiera lo oía. Ese discurso era una típica charla previa a estos encuentros…cuando la disputa terminaba, venían las cargadas, las chicanas, las quejas y todo ese tipo de estrategias para justificar un mero resultado. Por eso sucedía que ni siquiera lo miraba, él estaba más pendiente de otra cosa: un destello azul había pasado por sus ojos. Creyó que era por el café, pues no estaba acostumbrado a consumir tal infusión. Quiso volver al diálogo escueto que mantenía con el sujeto de al lado, quien ya se percataba de la poca atención que le dirigían. Sin embargo, seguía hablando, despilfarrando números de marcadores finales para luego darse el vano gusto de un “Te lo dije”. A pesar de que realmente intentaba establecer una conexión con el sujeto, volvió a percibir otro movimiento fugaz a la espalda de su mirada. Esta vez era blanco, y había pasado más rápido que el anterior. Buscó una excusa absurda con su interlocutor, una que ni él se creía, y se decidió a averiguar la razón de esas visiones. Se dirigió tan rápido como pudo a la esquina, casi trotando, para no agitarse. Observó en todas las direcciones sin encontrar nada. Tal como habían aparecido se habían desvanecido. Por lo que optó por aminorar el paso, sentía que la presión subía y ya no estaba para juegos. Ya más calmado optó por volver a casa, no tenía idea de la hora ni quería tenerla, pero necesitaba que alguien se la dijera. La llave estaba por su segunda vuelta en el portón verde cuando lo sintió de nuevo. Esta vez de forma diferente.

Los destellos, uno azul y otro blanco lo esperaban ahí. Ciertamente no se los podía llamar destellos, ya que no se movían, sino que, como dos bolas de luz permanecían impasibles ante él. Algo creció en su pecho, una especie de impulso incontrolable que decidió no retener. Sin pensarlo, en una especie de abrazo que parecía más una red de caza, las rodeó con sus brazos. Lo que sintió fue indescriptible… la piel de gallina, el corazón saltándose de su pecho, y una alterada exacerbación de los sentidos. Todo fue mezclándose, en un híbrido parecido a la felicidad. En un instante se sintió vacío de vuelta, y notó que rápidamente esas luminosas “esferas” se encontraban de nuevo en la esquina. Con necesidad de más de lo que había probado se encaminó en dirección a ellas.

No obstante, en el momento en que las logró tocar volvieron a marcharse. Lejos, pero aún visibles. Sin percatarse de nada en lo absoluto, no dudó en seguirlas, dejándose llevar a quién sabe qué lugar. Él creía que estaban escapándosele, y no estaba dispuesto a darse por vencido hasta retenerlas indefinidamente. Volvió, nuevamente, a caer en esa especie de trampa efímera que lo dejaba con una sed insaciable. Repetía constantemente, y sin rendirse, todo el proceso: alcanzarlas, abrazarlas, y seguirlas cuando se fugaban. Un verdadero ciclo en el que ya estaba inmerso y no lo sabía. O quizás lo sabía y no le importaba, de todas formas, daba igual.

No se cansó de perseguirlas a un ritmo cada vez más frenético. Más veloz, más esporádico, casi ciego; pero más duradero. Recién en la onceava oportunidad que conseguía su cometido, notó que no estaba cansado, ni siquiera agitado. Observó sus pies, pero no los encontró. Desesperado, sin caer en la irrealidad del asunto miró sus manos. Las mismas iban desvaneciéndose en ráfagas de un azul humo brillante, que se diluía con otra humareda blanca que también provenían de su interior. Al darse cuenta de que estaba volando vio millones con su forma. Centellaban alborotados, descontrolados, irrefrenables, cada cual con una energía que era la misma que él había sentido desde el principio. Que ahora no paraba de desparramar por doquier, al igual que todos los que lo rodeaban. Ahora todo tenía sentido, comprendió por fin a dónde se dirigían y cuál era su objetivo.

En una especie de caravana mágica iban amontonándose, dejándose llevar por la unívoca razón que las unía: la pasión por el Lobo querido, palabras justas para describir todo aquello realmente no había. En el camino, centenares y más centenares se acoplaban a una masa que se transformaba en algo inconcebible, constantemente en crecimiento. Pronto llegaron a su lugar, a los gritos, desplegándose en el interior del templo sagrado con una infinita euforia. Casi no se veía el verde césped del estadio… era todo, absolutamente todo, una luz enorme que cegaba a cualquiera que se animase a apreciarla. Se elevaba irremediablemente, creciendo tan irremediablemente que parecía que prácticamente iba a explotar. Y no temía en hacerlo. Ni él ni nadie allí. El éxtasis llevaba a todos a querer hacerlo.

Sintió un jadeo, un grito, y alguien que lo empapaba. Se despertó sobresaltado, un poco agitado. Escuchó la voz de su mujer

-Despertá amor, que ya llegamos, estamos en el bosque. Los chicos no te pueden bajar, ya bastante que te cargaron en el auto.

Bostezó y se reincorporó en el asiento. Reconoció instintivamente que se encontraban en 118 casi avenida Iraola. Vio reflejados los colores de su sueño en las camisetas de los hinchas que iban entrando, o que buscaban un lugar para estacionar entre tanto alboroto.

-Sí, sí, no te preocupes querida. Ya me desperté. Muchas gracias.

La familia entera le sonrió y lo abrazó. No faltaba mucho para que comenzara el clásico, y rápidamente se encontraron entre la multitud que alentaba y que tiraba toda para el mismo lado. Juan se percató de que más allá del rival de enfrente, la sensación por su club iba a ser siempre la misma. Se le escapó una lágrima, quizás dos. De todas formas, no importaba mucho... ya se sentía acobijado como siempre... hasta se había olvidado, sin siquiera enterarse, de la tortura ruidosa del reloj.


Agustin Ávila

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