La primera vez que oí su nombre supe que sería diferente. No tenía, por entonces, la posibilidad de verlo con frecuencia... Carlos Vázquez.
La primera vez que oí su nombre supe que sería diferente.
No tenía, por entonces, la posibilidad de verlo con frecuencia. Más de 700 kilómetros separaban mi vida de la suya y las pantallas de TV sólo acercaban los goles. Sin embargo, de un modo u otro, cada domingo su nombre se mezclaba en esas tardes de familia.
Pocas personas en el mundo cuentan, entre sus dones y facultades, con la opción de colmar de alegría a multitudes. Menos aún son los que cuentan con el don de reunirlas en su nombre. Cada domingo fue, entre milagros y promesas cumplidas, uno de esos pocos que la varita toco para alegranos la vida.
La primera vez que oí su nombre supe que sería diferente. Cargaba con el doble apellido que en otros años hubiera indicado un alto status social. Contaba, además, con un fiel compañero de aventuras que, en su singular particularidad, bien podría haber sido él mismo.
En la ya lejana infancia, mezclado en sus aventuras, su nombre me enseñó lo que implicaba el orgullo. Escuché de sus andazas cien historias bien contadas. Y entre cuentos de abuelitas, con Lobos muy muy feroces, mil relatores llevaban las historias de sus goles.
Sumido en esa aventura de escucharlo por la radio, lentamente fui creyendo en sus fintas y gambetas. Soñé con el tilo fuerte, impregnado en camisetas; con el honor de desplegar bien alto nuestro emblema. Y así fue como una tarde, en un mayo ya lejano, alguien osó llevarlo a mi retina en sus mil fotos.
La pelota había roto, en ese estadio tan nuevito; y tan chocho con sus goles, amargó a los más temidos. Pero un día fue el Destino y se lo llevó bien lejos. Fue creciendo entre los sueños y las cunas de los grandes, y aunque nunca renegó, siguió así su rumbo esquivo.
Aún recuerdo el rayo de sol de nuestra primera cita. Tempranito llegué al bosque, junto con los correntinos. De la magia del botín se aturdieron mis oídos. Esa tarde, relatores, vi el talento en sus piecitos.
Pipón de tanta gambeta, debí volver a mis pagos. Y cuando pude venirme, él ya se había ido. Ya no estaba entre mis sueños; ni siquiera era mi equipo. Y los tipos, en TV, mostraban cada partido. Sin él, sin su nombre, todo era muy distinto.
Recordé pues que los hombres sólo una vez son héroes. Y es entonces cuando toman la armadura o un disfraz para lucharle al molino… aunque terminen vencidos. Y al mirar para aquel lado…
De repente, su figura. Saliendo del viejo túnel, un 7 se recortó en el fango embrabecido. Fue su última batalla; y dejó atónitos testigos.
La última vez que oí su nombre supe que sería diferente. Porque nadie olvidará el amor que nos tuvimos.