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Fútbol

05-11-2013

UN RUGIDO FIEL EN LA BOCA DEL LOBO

Una periodista fue por primera vez al Bosque y escribió una crónica imperdible que describe a las historias triperas desde el tablón.

Cuando se hicieron las cuatro en punto, los tres jóvenes que caminaban por el bosque apuraron el paso y sortearon una obra de bacheo. Ella tenía una camiseta ajustada con una franja azul que le cruzaba el abdomen. Sus labios carnosos se estiraron en una sonrisa amplia cuando su amigo, un joven flaco de rostro anguloso, le susurró algo al oído. Estaban llegando tarde.

Desde el estadio de Gimnasia y Esgrima La Plata, se escuchaban los golpes lejanos de un bombo y un redoblante de la hinchada, que ya comenzaba a alentar. En la entrada, los policías cacheaban apurados a los hombres que levantaban un poco los brazos con gesto de impaciencia. Sus rostros se transformaron cuando un grito sordo informó que los jugadores ya habían salido a la cancha.

–¡Vamos! ¡Vamos que ya empieza!

Un hombre de pechera azul arengaba con la mano a los asistentes, que caminaban bajo las tribunas entre los vasos de plástico vacíos y las cáscaras de semillas de girasol.

Además de hamburguesas, gaseosas y pochoclos, más de un vendedor ofrecía unos paquetes pequeños de esas semillas saladas en un combo de tres por cinco pesos. Un hombre robusto de tez oscura las masticaba enteras y escupía después las cáscaras, sin quitar los ojos de la cancha.

–Te sacan los nervios. Y son históricas, las venden desde siempre.

El sol inclemente dificultaba ver el campo de juego desde la popular que linda con avenida 60. Un hombre de bermuda de jean rasgaba los ojos para poder captar los precalentamientos. Tenía el escudo del club tatuado con colores en la canilla izquierda; en una mano sostenía un cigarrillo que se consumía al punto que la ceniza ya le quemaba los dedos, y en la otra, la mano de un niño que vestía la indumentaria del Lobo de pies a cabeza.

El árbitro, con una camiseta rosada, tocó el silbato. La tribuna se colmó de aplausos cuando la pelota comenzó a rodar por el pasto.

–Dale Lo! Dale Lo!

En la tribuna popular, la barra brava saltaba al unísono, con una sincronización tan perfecta que parecía ensayada de antemano. Pum, pum, pum. Los bombos eran puro estruendo. Eran las cuatro y diez; había comenzado el partido.

–¡Dale pelotudo! ¡Te pusiste esa remera a propósito, puto! –le gritaron al árbitro cuando no cobró una falta.

Luego de la euforia inicial, la tribuna se planchó bajo el sopor de los rayos de sol propios del horario de la siesta. Todos observaban en silencio el juego, que no ofrecía demasiado ajetreo.

Una muchacha de pelo azabache le pidió fuego a un anciano flaco, con profundas arrugas alrededor de los ojos. Él le ofreció su cigarrillo, que ya estaba consumido casi hasta el filtro.

–Tiralo después, nomás.

La joven usó el pucho para prender su cigarrillo y se lo pasó a su compañero. Aunque en la cancha estaba prohibido el ingreso con encendedores, algunos se las ingeniaban para llevar uno y así combatir los nervios fumando.

–Ahí tiene que jugar el negro, ahí adelante.

–No podemos jugar de local con un solo delantero. No somos el Barcelona. ¡Estamos todos locos!

El joven y el anciano se trenzaron en un análisis del esquema de juego y criticaban el 4-4-1-1, mientras la chica de pelo azabache fumaba con lentitud.

El viejo había venido con su nieta, una nena pecosa que usaba aparatos sobre sus dientes desparejos. Se había envuelto en una bandera azul y blanca, y asentía con displicencia a los comentarios de su abuelo.

–Yo vivo en el Mondongo, que es un barrio tripero. Mi casa es esa de la diagonal, la blanca con un portón azul. La pinté yo –explicó el anciano.

El sol seguía azotando la vista, pero unas nubes salvadoras llegaron cuando el equipo se acercaba al arco rival. El cielo gris permitió que las personas que se paraban a contraluz pudieran ver el primer gol de su equipo. Fue entonces cuando el sopor se transformó en un grito renovado de aliento. Saltaban, gritaban y revoleaban en el aire la ropa que se habían sacado por el calor. Otra vez comenzaron los cantos de aliento, los puños golpeando el cielo, los bombos con golpes más certeros.

Vamos que ganamos

En los partidos de fútbol, los hinchas son una parte fundamental del juego. Es por eso que, ante el resultado, no dicen que ganó su equipo sino que ganaron ellos. Porque a través de sus cantos, de sus banderas y de su aguante, le dan al equipo el condimento necesario para definir cada juego. Ellos también están a cargo de desmotivar al conjunto rival, para hacerles sentir el peso de ser visitantes.

–Tapalo con diario a ese, que ya está –bromeó un hombre con el torso desnudo al ver a un jugador de Olimpo tirado en el suelo.

Sin embargo, el grupo contrario no se dejaba intimidar y, hacia el final del primer tiempo, ensayaba jugadas peligrosas cerca del arco del Lobo.

–¡Andá, burro! –le gritaron a un petiso de camiseta aurinegra cuando se enredó en un intento de gambeta.

Pero a pesar de los chiflidos, el equipo consiguió patear un tiro al arco, que se desvió por arriba del travesaño.

– ¡Uy, boludo! ¡Uy, Dios! Es la primera vez que llega y casi fue gol. El tipo se cruzó en diagonal y se la mandó a guardar.

Un hombre atlético, que había venido con su mujer y sus tres hijos, dialogaba con el abuelo. Uno de sus chicos tenía seis años y una mirada dulce enmarcada en pestañas muy largas. Comía una hamburguesa con rodajas de tomate y miraba la jugada con atención.

–¡Cobrale, pelotudo! –gritó su voz infantil cuando el árbitro le hizo una advertencia a un jugador, pero no le mostró una tarjeta.

Ya eran las cinco de la tarde cuando un segundo toque de silbato anunció el final del primer tiempo. Los hinchas se alejaron en orden mientras aplaudían a los jugadores que se retiraron por una manga.

Algunos elegían quedarse en la tribuna durante los quince minutos de entretiempo. Unas niñas juntaban unos claveles azules y blancos que les habían regalado los muchachos de la barra y una joven se hacía un nudo en su camiseta suplente del Lobo para dejar la panza al descubierto. Un hombre de pantalón corto y zapatillas deportivas de colores chillones se había estirado en dos escalones de las gradas; tenía el pelo con gel y el rostro bien afeitado. Mientras escuchaba música a través de sus auriculares, aprovechaba a broncearse con el sol abrasador.

Los feroces de siempre

El segundo tiempo inició con los locales ganando, y la algarabía se hizo presente en las tribunas. La barra brava comenzó a saltar en un pogo: se alejaban dejando un claro en los escalones para luego chocarse entre ellos al ritmo de la batucada.

Sin embargo, el equipo rival llegó más motivado al segundo período. Se acercaron al área del Lobo y la hinchada se quedó en silencio, como tragando saliva. En una cancha muda, se oyó el golpe de botín contra la pelota, que luego acarició la red del arco. Gol de Olimpo. Nadie decía nada. Eran las cinco y veinte, y habían empatado el partido.

Una voz tímida comenzó a entonar una estrofa y de forma paulatina se fueron sumando otros hasta llenar la cancha con una sola canción.

–Ohhh… esooo, no me importa nadaaa, no tenés la hinchadaa, que tiene el Lobooo, ¡ohh!
Los fanáticos mostraban su apoyo incondicional, incluso luego del segundo gol de Olimpo que los puso en desventaja. Al principio se agarraron la cabeza, se mordieron el labio inferior, resoplaron desahuciados. Pero en seguida, con la fuerza del bombo y la trompeta, se fueron contagiando otra vez la alegría.

Volvieron a pararse y a saltar. Sólo un hombre se quedó sentado con una mirada amarga en sus ojos café. Tenía el pelo canoso y una cinta roja anudada a la muñeca. Observó el empate del Lobo sin levantarse de su asiento. El 2 a 2 no lograba conformarlo. Sin embargo, cuando el delantero de Gimnasia probó una tercera situación de gol, el hombre irguió su metro ochenta y fijó la mirada en el campo de juego.

–¡Pero saltá, hermano! ¡Con ese lomo que tenés, hijo de puta!
El hombre miraba la hora en su celular y calculaba si en ese tiempo era posible dar vuelta el partido.

–¡Largá la pelota! ¡Para adelante, vayan para adelante!
Seguía dando órdenes con la voz cada vez más ahogada, hasta que, rendido, se sentó otra vez.

El aguante incondicional se mezclaba de modo confuso con una exigencia hacia los jugadores, que no aprovechaban al máximo esos últimos minutos para llegar al 3 a 2. De fondo, el bombo seguía son sus golpes incansables. Ya había pasado las seis de la tarde y el partido iba a terminar.
Los hinchas aplaudieron a los jugadores y evacuaron el estadio con rapidez. La desazón se plasmaba en cada grupo que caminaba en silencio, entre los papeles y vasos de plástico tirados en el suelo.

El olor del choripán se contaminaba por el hedor que emanaba la bosta de caballos de la Policía Montada.

Al caminar por el bosque, pasaban por unos carteles pintados sobre los muros del estadio que rezaban: “Con verte un segundo, sobresalgo de placer. Esclavizado a vos, encadenado a vos”. Y se iban así, quizás con la certeza de que, a pesar del empate, estaban condenados a regresar para otro partido. Para volver a sufrir y emocionarse con la ferocidad de siempre.


Sofía Sandoval

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