Cuando el Viejo Adalberto pasó en su Fiat Duna por 7 y 50 creyó que Gimnasia se había vuelto a salvar. En realidad no pudo pasar por allí...
Cuando el Viejo Adalberto pasó en su Fiat Duna por 7 y 50 creyó que Gimnasia se había vuelto a salvar. En realidad no pudo pasar por allí; una cuadra antes divisó el tropel de triperos amontonados en la esquina. Habían desplegado una bandera enorme, de medidas incalculables.
-Otra vez se salvaron éstos –dijo el Viejo, obligado a desviarse de su camino. Tomó por calle 53 y se fue puteando hasta 9.
El Viejo no era Pincha. Naturalmente, tampoco Tripero. El Viejo era Gallina. No le importaba demasiado si Gimnasia se salvaba o no. El Viejo cascarrabias se fastidiaba cuando los hinchas del Lobo cortaban las calles de la ciudad. Esa tarde creyó que el Lobo se había salvado.
-¿Cómo? Si yo los vi. Los vi en siete y cincuenta. Eran muchos y una bandera enorme –le decía a su hijo Marcelo mientras en la televisión repetían las imágenes del empate ante San Martín de San Juan.
El Viejo Adalberto no entendió bien. Ni siquiera cuando le explicaron que los triperos habían estado en 7 y 50 para apoyar al equipo en un momento tan duro, para demostrar lo que muy pocos pueden demostrar en ese tipo de situaciones límites.
-Están en pedo –dijo. Y el Viejo tenía razón: estaban en pedo. Pero la razón y Gimnasia se llevan como perro y gato desde los albores de la historia misma.
Una tarde ventosa y fría. Bajo un cielo encapotado, el pelotón albiazul hace cola desde temprano en las puertas de su templo. Una sana costumbre: han formado filas durante todo el año. Las últimas fueron las más notorias e insufribles, sobre todo en la antesala del partido desempate con Huracán y en la del encuentro de ida de la Promoción, cuando cientos y cientos acamparon desde la madrugada azotados por una fresca demoledora. Las colas oscilaron las tres o cuatro horas, salvo la última, cuando el sistema se cayó y muchos se fueron a casa sin entrada tras cinco horas de vana espera.
Desde adentro provienen los primeros cantos; desde afuera se alcanzan a ver los tablones repletados. Son muchos más que los dos millares de personas que tres días atrás se congelaron en tierras sanjuaninas, tras 1200 kilómetros de hielo y una retirada que albergó piedrazos y la mirada pasiva de la Policía de San Juan.
Esta vez en La Plata todo es azul y blanco; “¡Ginasiá!”, el grito incesante. En lo alto, los árboles del Bosque se tambalean con frecuencia y una bandera que reza “22” flamea ávida. El primer pitazo desencadena miles de persignaciones paralelas en una tribuna que soporta como puede el peso de la pasión pura.
-¡Vamos Lobo carajo! –exclama un viejito encorvado y escuálido, con sus manos firmemente apoyadas sobre el alambre. Está tapado de ropa, sólo se le ven los ojos.
Pero en el césped el Lobo empieza a pasarla mal: todavía no se acomodada en cancha cuando un pelotazo fatídico pasa a la defensa y termina en una definición magistral de un tal Penco. De emboquillada, por arriba del Mono, resuelve como los que saben. Golazo. Al instante, silencio. Retumba más el murmullo de lamentos de la gente tripera que el grito de gol del millar de sanjuaninos que ocupan el sector visitante. Dos minutos de juego y Gimnasia está abajo.
-¡Vamos Gimnasia, la puta madre! –El grito se oye álgido entre un murmullo opaco.
Afuera todavía queda parte del pelotón haciendo cola, y la mayoría ignoran lo que adentro acontece. De pronto, desde el centro de la tribuna Centenario, comienza a bajar otra vez la voz del pueblo tripero: “¡Vamos Lobo vamos, ponga huevos que ganamos!”. Pero Gimnasia no gana. El marcador sigue intacto y los primeros cuarenta y cinco minutos se van fugaces.
Algunos comienzan a pasear por los pasillos del estadio, nerviosamente, recorriendo una y otra vez, ida y vuelta, un mismo trayecto. Un joven de camperón Kappa, sentado en el primer escalón de la tribuna lateral que está al lado de la platea que algunas manos negras se robaron, fuma con la mirada perdida en el suelo y los ojos húmedos. Hay otro que se pasa la palma de su mano por la cabeza, como pensando de qué forma se puede remediar la situación. Pero no logra descifrar nada, Gimnasia no da garantías de nada. Un hombre gordo y pelado que ha estado serio y sin emitir palabra, de pronto desata su furia: con el rostro teñido de rojo frenético recuerda a las puteadas a los culpables. Nombres y apellidos: Juan José Muñoz, Walter Gisande, Diego Cocca, Leonardo Madelón, Héctor Domínguez, Gliemmo, Maturana, Cappa, etc., etc., etc. El gordo pelado está como loco: “¡Y la re puta madre que los re mil parió!”. Pareciera que le va a dar un paro cardíaco. Los hinchas que lo rodean están de acuerdo con él: nadie duda que los culpables son esos.
En eso otra vez aplausos y otra vez la azul y blanca contrastándose con el verde césped. El segundo tiempo es un calco del primero hasta los 27 minutos. Cuando Vizcarra con un zapatazo del infierno manda la pelota adentro, la avalancha en la tribuna Centenario es terrible. Daniel baja como seis escalones y queda dado vuelta, desparramado entre piernas y tablones. Se reincorpora como puede y la pelota ya está en juego otra vez. Ese día Daniel ingresó tarde a la cancha, por lo que no pudo ver el gol sanjuanino. Daniel cree que Vizcarra le está dando el triunfo parcial a Gimnasia.
-¿Por qué mierda se apuran éstos? ¿Son boludos? –se pregunta cada vez que algún jugador tripero se desespera por poner la pelota en movimiento.
Todos miran extrañados a Daniel. Son muchos los que se dan vuelta para verle la cara al tipo que pretende que los jugadores del Lobo se tomen todo el tiempo del mundo para jugar. Daniel sigue insultando y haciéndose mala sangre hasta que alguien le dirige la palabra:
-Es que con el empate no nos alcanza, maestro.
Daniel queda aún más desorientado. ¿Acaso anularon el gol de Vizcarra? No lo sabe ni se anima a preguntar. Ahora su rostro tiene la seriedad de quien va a la guerra. Una hora después, cuando retorne a su casa con todo el dolor de haber descendido, Daniel sabrá por su hijo que el partido terminó igualado en uno, que Gimnasia lo perdía desde el vestuario. Se abrazarán y llorarán juntos. Después, sin pensarlo demasiado, tomarán dos banderas y rumbearán para 7 y 50.
Tras un par de expulsiones el Lobo comienza a descargar sus últimos aullidos. Un gladiador petiso que lleva el siete en la espalda pelea con dientes apretados entre tantas camisetas verdes y negras. Ha luchado incansable, a sol y sombra, durante una eternidad. Lejos de resultar mercernario, sólo el amor lo moviliza. Es la última batalla del más perspicaz y valiente guerrero que ha dado el Club en largos años de historia.
Varios metros más atrás, el mejor número cinco que muchos hayan visto pasar por 60 y 118 se enarbola superando a sus rivales con la fiereza de un licántropo. Su pasaje al Viejo Mundo ya está comprado hace rato, pero poco le importa: no va a dejar de poner la pierna firme por eso. No es Neira. Horas después se quebrará ante las cámaras de televisión y prometerá un regreso triunfal.
Dos jóvenes rebeldes, incipientes pero dueños de una intrepidez que impresiona, descargan todas sus municiones contra el enemigo. Son Alan Ruiz y un tal García. Los dos le ponen el pecho a las balas con orgullo desgarrador.
Todos van a dar pelea, con más ganas que recursos. Y no es suficiente. Gimnasia debe saldar viejas deudas amontonadas por las sabandijas detractoras del Club. Esta vez no hay Enano ni Negro que pueda volver a postergarlas.
Antes del tiempo de descuento las lágrimas comienzan a formar un mar. No hay tiempo para mucho más. El empuñar la lanza y rumbear hacia el frente de batalla con todo lo que tiene quiere pasarle factura al Lobo: la pelota le queda a Mariano Messera, ese hijo pródigo del Club al que las sabandijas lo echaron como a un perro sarnoso. El diez (en su espalda lleva otro número pero él siempre será el diez) recorre tres cuartos de cancha con pelota dominada. Delante suyo sólo tiene al arquero tripero que retrocede agazapado como implorando piedad. Un silencio inhóspito escolta la escena. Messera tiene todo servido para sellar el ascenso sanjuanino, pero no quiere sellar el descenso de Gimnasia. Lo que se dice “el sota” se hace. Y cuando tiene el arco libre para definir el partido, le tira un ladrillo a un compañero que está en posición adelantada. El sentimiento verdadero lo venció fácilmente a Potrerito.
-¡Bien, Mariano! –grita alguien desde la tribuna lateral. Es un grito con sollozo incluido.
La primera división se le borra a un malherido Lobo. Segundos después Baldassi se pone el silbato entre los labios y alza su brazo izquierdo. Las agujas se detienen. Final: Gimnasia naufraga tras tantos años de remar a la deriva. Pero no hay incidentes, ni alambrados rotos, ni puñetazos entre gente que protege los mismos colores. No hay abandono. Lo que sí hay es reconocimiento, aplausos y celebración por pertenecer a esa cofradía inextinguible llamada Gimnasia y Esgrima La Plata.
Nadie lo puede creer, aunque el desenlace es el más creíble de todos. Treinta mil almas de pie, rompiéndose las palmas para reconocer el esfuerzo de un equipo. El “¡Ginasiá!” retumba incesante. Enfrente, mil sanjuaninos observan atónitos. No entienden. Los hinchas del Lobo están dando cátedra de verdadero aguante. No es un día más en la vida de esos locos de inusitada pasión. Se unen en un mismo canto: “¡Acá está la gloriosa hinchada del Basurero, la que fue a todas partes cuando fuiste al descenso, a pesar de los años, los momentos vividos, siempre estaré a tu lado, Basurero querido!…” Los más chicos gimotean desconsolados por bajar a un terreno desconocido; los más grandes, comprenden mejor la situación: después de tres décadas las sabandijas han decapitado a un pobre inocente.
Esa noche no hubo marchas del silencio, no las hubo. Nadie se atrevió siquiera a dejar escapar algún bocinazo de celebración. Esa noche todos los medios hablaron de la dignidad. Esa noche las radios mencionaron la conducta ejemplar de la mejor hinchada del planeta. Esa noche en las redacciones los editores no dejaron pasar de largo el concepto de lealtad. Esa noche la televisión mostró la fidelidad teñida de azul y blanco. Esa noche también, mientras intentaba dormir, ese Viejo chinchudo al que fastidiaban los banderazos triperos llegó a comprender algo más acerca del amor sin condiciones.